EL SONIDO DE LA PLACIDEZ
El sol de Junio declinaba en Mikonos.
El día había sido extremadamente caluroso, y la reconfortante ducha en la habitación
del hotel renovó a Isabel. Mientras ponía crema hidratante por su cuerpo sintió
todo el frescor de la habitación en penumbra. Se puso una túnica roja sobre su
cuerpo desnudo y salió a la terraza.
Isabel se sentó mirando al mar,
aprovechando los últimos rayos de la tarde que aún iluminaban las paredes
blancas. Allí se respiraba paz. Esa paz que después de muchos meses de trabajo,
ella y su marido habían venido a buscar a la isla. Instintivamente encendió un
cigarrillo. Mientras se cepillaba el
pelo mojado para que el sol y la ligera brisa lo secara sintió una bocanada de
libertad. La tibia sensación de sentirse sin peso. Sin nada que pusiera
barreras entre ella y su mundo. Aquel mundo que las responsabilidades, las
dificultades, y la rutina desde muy pronto le habían arrebatado.
Puso los pies encima de la
pequeña mesa que tenía delante y se recostó lo más cómoda que pudo. En ese
momento no era una esposa, ni una madre, ni tampoco una adorable abuela. Era
sólo una mujer frente a sí misma. Sintiendo aquel atardecer tan hermoso que
solamente las islas griegas sabían ofrecer.
Cerró los ojos para sentir mejor
las sensaciones y de pronto un sirtaki
lejano, como por arte de una mano amiga, irrumpió dulcemente entre ella y sus
pensamientos. La música danzaba tras sus parpados calientes por el sol, y poco
a poco se fue dejando ir tras aquellos compases.
Toda su vida apareció lejana. Perdida
en una realidad que se quedó en la ducha. Esperándola con las preocupaciones
por los hijos, las pérdidas, todos los inconvenientes y cansancios acumulados a
lo largo de muchos años de matrimonio. Una vida que se podía considerar como
feliz, pero llena de sacrificios y entregas.
Durante ese breve instante era
ella. La Isabel que había despertado
ante su verdadera realidad. La que solamente ella sabía. La que, se acababa de
dar cuenta, había estado añorando en
silencio. La que navegaba entre el suave
sonido de la placidez, la calidez apenas declinada del sol, y la caricia lejana
del rumor del mar.
Perdió la noción del tiempo en
aquella burbuja que la hacía flotar en un mundo ilusorio. Completamente feliz,
como cuando era niña y miraba a la mar, sentada en la curva del romper de las
olas de aquellas vacaciones interminables en Zarauz.
Era el sonido de la placidez que
raras veces te regala la vida.
Entonces se abrió la puerta y la
voz de Gonzalo le pinchó la burbuja.
¿Qué haces cariño?. ¿Aún estas
así?. Hemos quedado dentro de un cuarto de hora.
Isabel entreabrió los ojos y
frente a ella vio fondeado un hermoso velero de maderas nobles meciéndose en
mitad de la bahía. Bajó las piernas de la mesa para incorporarse, y mientras se
vestía sintió deseos de subir a aquel barco. Elevar anclas, y marcharse flotando por sus mares perdidos.
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