lunes, 28 de mayo de 2012

RELATO


EL SONIDO DE LA PLACIDEZ



El sol de Junio declinaba  en Mikonos. El día había sido extremadamente caluroso, y la reconfortante ducha en la habitación del hotel renovó a Isabel. Mientras ponía crema hidratante por su cuerpo sintió todo el frescor de la habitación en penumbra. Se puso una túnica roja sobre su cuerpo desnudo y salió a la terraza.

 Isabel se sentó mirando al mar, aprovechando los últimos rayos de la tarde que aún iluminaban las paredes blancas. Allí se respiraba paz. Esa paz que después de muchos meses de trabajo, ella y su marido habían venido a buscar a la isla. Instintivamente encendió un cigarrillo. Mientras se  cepillaba el pelo mojado para que el sol y la ligera brisa lo secara sintió una bocanada de libertad. La tibia sensación de sentirse sin peso. Sin nada que pusiera barreras entre ella y su mundo. Aquel mundo que las responsabilidades, las dificultades, y la rutina desde muy pronto le habían arrebatado.

Puso los pies encima de la pequeña mesa que tenía delante y se recostó lo más cómoda que pudo. En ese momento no era una esposa, ni una madre, ni tampoco una adorable abuela. Era sólo una mujer frente a sí misma. Sintiendo aquel atardecer tan hermoso que solamente las islas griegas sabían ofrecer.

 Cerró los ojos para sentir mejor las sensaciones y de pronto un sirtaki lejano, como por arte de una mano amiga, irrumpió dulcemente entre ella y sus pensamientos. La música danzaba tras sus parpados calientes por el sol, y poco a poco se fue dejando ir tras aquellos compases.

 Toda su vida apareció lejana. Perdida en una realidad que se quedó en la ducha. Esperándola con las preocupaciones por los hijos, las pérdidas, todos los inconvenientes y cansancios acumulados a lo largo de muchos años de matrimonio. Una vida que se podía considerar como feliz, pero llena de sacrificios y entregas.

 Durante ese breve instante era ella. La Isabel  que había despertado ante su verdadera realidad. La que solamente ella sabía. La que, se acababa de dar cuenta,  había estado añorando en silencio. La que  navegaba entre el suave sonido de la placidez, la calidez apenas declinada del sol, y la caricia lejana del rumor del mar.

 Perdió la noción del tiempo en aquella burbuja que la hacía flotar en un mundo ilusorio. Completamente feliz, como cuando era niña y miraba a la mar, sentada en la curva del romper de las olas de aquellas vacaciones interminables en Zarauz.

Era el sonido de la placidez que raras veces te regala la vida.

Entonces se abrió la puerta y la voz de Gonzalo le pinchó la burbuja.
¿Qué haces cariño?. ¿Aún estas así?. Hemos quedado dentro de un cuarto de hora.

 Isabel entreabrió los ojos y frente a ella vio fondeado un hermoso velero de maderas nobles meciéndose en mitad de la bahía. Bajó las piernas de la mesa para incorporarse, y mientras se vestía sintió deseos de subir a aquel barco. Elevar anclas, y marcharse  flotando por sus  mares perdidos.






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