LOS TUPPER DE BERNARDO
A las
cinco de la tarde del mes de Noviembre ya era prácticamente noche cerrada
en aquel
pueblecito de nombre casi impronunciable de la rivera del Elba.
Bernardo,
como cada día, regresaba de la fundición en la que desde hacía dos años
trabajaba después de un periodo de prácticas como becario. Abrió la puerta del
estudio, y en el pequeño recibidor cambió sus botas de goretx por unas cómodas zapatillas de fieltro, colgó del perchero el plumífero y el gorro de lana,
y frotándose las manos pasó a la pieza que hacía de salón y cocina.
Era el
apartamento de un soltero. Cuarenta metros cuadrados revueltos, donde;
revistas, libros, raqueta de tenis, botellas vacías, papeles, ceniceros
repletos, y una camisa colgada con su percha del brazo de la lámpara convivían
en extraña armonía.
Se
acercó a la mesa y encendió el portátil para mirar el correo y abrir la página
de una emisora de radio española que a esas horas programaba un espacio de
actualidad y música. Oír español le acercaba a su casa y le alegraba hasta el
punto de ponerse a silbar y canturrear
la canción que escuchaba en esos momentos.
Abrió la
nevera que como era habitual estaba
medio vacía y sacó una cerveza. Cerró la puerta con el talón del pie derecho y
buscó con la mirada el pequeño tupper
que antes de irse al trabajo había
dejado en la encimera para que se descongelara.
Mañana
tendré que ir a la gasolinera a esperar a Jesús, pensó mientras lo ponía a
calentar en el microondas.
Jesús
era un camionero casado con una vecina de una amiga de su madre, que desde
hacía dos años puntualmente se desviaba unos cincuenta kilómetros de Hamburgo
para encontrarse una vez al mes con Bernardo y entregarle una caja térmica de forespan precintada con cinta americana
en la que Matilde, la madre de Bernardo, encajaba con precisión geométrica
quince tupper de doble ración,
cubiertos con hielo picado.
Las
comidas de su casa le transportaban a un país, su país, más luminoso. Tenían la
virtud de darle la fuerza necesaria para
continuar tan lejos de él y de su familia. Y así cada cena se convertía en una
ceremonia imprescindible así como esperada a lo largo del día.
Sonó el
timbre del microondas para avisar que las lentejas ya estaban listas. Las
vertió sobre un plato hondo y se sentó a la mesa que se había preparado
apartando primero un montón de cosas que no deberían estar allí.
La sola
idea de disfrutar aquella hogareña comida alegraba su corazón e impacientaba su estómago, tanto que tuvo la impresión de
que hasta la cuchara estaba también deseosa de poder tomar contacto con tan
delicioso manjar cuando repiqueteó entre sus dedos. Lentamente tomó la primera
cucharada y apretó la lengua contra el paladar para sentir mejor aquella textura
y aquel sabor tan entrañables.
Según
iba comiendo se sentía un poco menos solo. Más cerca de su hogar. Hasta el
punto que podía oír sus ruidos, sentir
sus aromas, percibir su atmósfera
calmada, entrever la luminosa cocina donde toda la familia se juntaba
para contar las incidencias del día, para charlar acaloradamente de cualquier
tema que fuera propicio a albergar puntos de vista diferentes, para conmemorar,
festejar, y también llorar. En definitiva para vivir.
Cuando
terminó se sentó en la butaca y encendió
un pitillo. Cerró los ojos y pensó en lo importante que para él eran aquellos tupper. Tan amorosamente concebidos. Tan
milimétricamente organizados. Con sus tapas de colores distintos y sus
etiquetas cubiertas con la letra picuda de su madre, en las que ponía; el guiso
que contenían, la fecha y el orden en que debía comerlos. Era como si ella le
sirviera cada cena, animándole a que no se enfriara. Y una idea surrealista se
apoderó de sus pensamientos. Abrió en el portátil el archivo en el que escribía un pequeño diario: Hoy es 13 de Noviembre y ha sido un día duro
en la empresa. Los contratos que se han firmado con Italia me han obligado a
tener que reestructurar la producción, y eso aquí es una especie de drama, ya
que la improvisación y la imaginación no
son el fuerte de esta gente. Así que estuve todo el tiempo
intentando convencer a los capataces de que los nuevos planes que había
diseñado eran posibles.
Por otro lado este frío tan crudo me tiene
trastornado, echo de menos la claridad de Castilla, el sol entrando por la ventana para despertarme a las ocho de la
mañana, y aunque el frío es intenso en
los inviernos de Valladolid, no tiene nada que ver con esta temperatura con la
que parecen los huesos de cristal. Sólo me reconforta la hora de la cena que
espero con verdadera ilusión, tanto que declino las invitaciones de los
compañeros para tomar algunas cervezas a la salida del trabajo, y vengo deprisa
a casa a encontrarme con los guisos de mamá.
Hoy me han sentado tan bien las lentejas que
me dio por pensar que un continuo entramado de guisos formaba una red invisible
alrededor del mundo, uniendo a las personas que se quieren a pesar de los
kilómetros para superar la soledad. Comida en tupper de todos los tañamos y
colores, portadores de buenos sentimientos. Aliento y alimento empaquetado para
cuerpo y espíritu. Todos ellos en blancas cajas
cuadradas de forespan precintadas con cinta americana, que el amor
abnegado se empeñan en hacer circular de norte a sur, de este a oeste sin desmayo,
en silencio, con la humanidad tallada en el corazón.
Si. Decididamente creo que los tupper no son
sólo cajitas cuadradas herméticas de plástico para contener comida cocinada.
Sino que son un pulso decidido y fuerte. El tacto con que el silencio dice que
perteneces a un lugar donde te esperan. Donde piensan en ti cada vez que se
consigue la alquimia de convertir unas simples lentejas en una corriente de
cálida presencia. Son un puente que el
amor tiende para vencer la
lejanía.
Bernardo
guardó la pequeña nota y cerro el diario, mientras la nostalgia se apoderó de él. Así que abrió el Skype y pinchó en casa.
Mientras
sonaba el timbre de llamada pensó: Voy a decir a mamá lo mucho que la quiero.
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