sábado, 15 de septiembre de 2012

RELATO


                                                   EL MAGNOLIO .
 La tarde aún estaba fresca en el principio de la Primavera, pero a él le daba igual. Fermín cogió su taza de café y fue a sentarse debajo del magnolio. ¿Cuántos años hacía que lo plantaron  en aquel rincón de la casa familiar?.  No  recordaba exactamente pero si tenía nítida aún la imagen de aquel momento en la memoria;  era un niño pequeño, quizá de ocho o nueve años, cuando una mañana radiante de domingo  sus padres lo plantaron aún retoño, al acabar se quedaron mirando satisfechos  aquel estilizado arbolito de hojas picudas y brillantes, entonces su padre, abarcando con sus manos huesudas los hombros de Fermín, dijo: Ahí crecerá bien. Le da es sol de la mañana y el rincón de la tapia le protegerá del frío del invierno .Ves hijo, creceréis juntos con nuestros cuidados. ¿Sabes que tenéis la misma edad?.

Y efectivamente, Fermín con el tiempo se hizo hombre, y el magnolio se convirtió en un árbol frondoso y elegante que fielmente acudía al rito de ofrecer su floración año  tras año, y que fue testigo de todos los hechos importantes, buenos o malos, de su vida.

 A él acudía para confesarle sus dudas y temores y confiarle sus secretos. Junto a él, adolescente aún, se declaró a Lucrecia, la mujer que culminó su vida. Ante él fue llevando a cada uno de sus tres hijos para, con una diminuta navaja de bolsillo ir haciendo pequeñas muescas en su tronco junto a iniciales y  fechas con las que señalaba las medidas de sus crecimientos, rito familiar que  había continuado con Damián, el nieto que María, su hija mayor, le había dado. Y bajo él, en un pequeño hoyo escarbado en la tierra, enterró una caja de cedro con los objetos venerados de Lucrecia  el día de su muerte, hacia ya tres años. Desde entonces allí acudía para seguir hablando con ella.

Por todo eso y más, el magnolio no era un simple árbol. Era el árbol. Su árbol. Su hermano árbol, como le gustaba llamarlo cuando apoyado en su tronco le hablaba como si lo hiciera a un ser humano.

Más de una noche la había pasado en vela  cuando una tormenta sacudía sus ramas y hacía cimbrear su joven tronco. Hasta en una ocasión en la que  una galerna  estuvo a punto de arrancarlo, Fermín salió en pleno vendaval para afianzarlo con cuerdas y estacas, hecho que le costó estar convaleciente de una pulmonía que le tuvo febril varios días.

 Sus hojas verde intenso eran para él como las manos de un amigo y sus raíces los pies que le mantenían unido a la realidad.

Tantos instantes pasó sentado en la hierba bajo su copa cobijadora. Momentos en los que al buscar la soledad, a la que era tan proclive, encontraba la sabiduría interior del viejo compañero de viaje que le hablaba de reciedumbre, generosidad, amor, fidelidad… que le daba lecciones sobre el paso del tiempo con el tacto de su corteza cada día más rugosa, ofreciéndole consuelo y refugio igual que a los pájaros que en él anidaban. Por eso, el corazón de Fermín se había  convertido con los años en un recio magnolio en medio de la vida. Un magnolio que dominaba todos sus paisajes para darles riqueza y equilibrio. Pero aquella noche de Marzo era una noche especial. El aire fresco de las montañas cercanas peinaba el valle que quería empezar a despertar. Aquella noche no había estrellas y la dominaba un profundo cansancio. Fermín acabó su café y se recostó entre dos gruesas raíces. Entonces vio como una constelación de ramas y hojas empezaban a cimbrear movidas por el viento cada vez más intenso.

 Estamos en casa, dijo Fermín mientras acariciaba el parterre de hierba fresca donde estaba enterrada la caja de cedro, y respiraba lo mas hondo que pudo.

Aún sentía intacta la presencia de Lucrecia  que le parecía más real que nunca. Cerró los ojos para ver su querida figura así como quiso conservarla. Ni joven ni vieja. En todo el esplendor de una mujer madura y dulce.

Sabía que no estaba dormido porque una lágrima resbaló por su mejilla hasta la comisura de los labios, y poco a poco se fue ralentizando todo cuanto le rodeaba. Los minutos sólo eran gotas de agua que se dirigían al mar irremediablemente .Las gotas de lluvia se confundían con sus lágrimas.

 Tan abatido estaba, que no se daba cuenta de la tormenta que sobre él se cernía. Aquella noche salieron a pasear todos sus ausentes para hacer flaquear su determinación. Demasiado empinado ese camino en noches de fatiga. El magnolio se erguía ante él como una torre, un foco, una antorcha cuando una luz intensa iluminó el jardín al tiempo que Lucrecia le tendía los brazos. Después un inmenso crujido se apoderó de todo.

 

 

 

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