miércoles, 31 de julio de 2013


ENSUEÑOS EN EL NILO
 
 
 
Atardece el Luxor mientras corre una cálida brisa y las aguas del Nilo cadencioso resplandecen. El sol dibuja el palmeral que se extiende en la otra orilla. La llamada, desde un rincón lejano, recuerda a los creyentes que es la hora del rezo con su voz ondulante. Las falucas navegan sin prisa río arriba.
 
Siento como el Nilo es una bendición para esta tierra. A ambas orillas la vida se manifiesta con todo su verdor mientras el desierto las acecha.
Acodado en la barandilla de la terraza del barco contemplo la paleta de colores que el ocaso ofrece sobre el agua.
Pequeñas balsas de ramas flotan gobernadas por garzas inmóviles en un alarde de equilibrio. Diría que están dormidas sobre sus plataformas irregulares, mientras se deslizan en dirección al mar cruzándose con el barco que rompe la corriente.
A esta hora se respira el calor sofocado de la tarde, y a lo lejos, entre palmeras, un hombre camina con su hijo que va a lomos de un borrico.
Vienen de trabajar en algún huerto, pienso  mientras me trasportan a tiempos ancestrales. Parece que no hubieran pasado siglos sobre la estampa: la túnica blanca y el pequeño turbante contrastan con su rostro flaco y muy moreno. Él parece dirigir con pequeños toques de una vara ligera al animal, que va al paso por un camino harto conocido con su ligera carga; un niño de unos ocho años y una alforja que desde aquí creo repleta de productos del campo.
Los tres se alejan poco a poco por la trocha hacia una casa tan blanca y humilde como sus vestidos, que entre verdor y sombras aparece.
 
Pero el barco prosigue como un guía que me muestra un camino que remonta los tiempos.
 
Acaricio la idea de hundirme en el pasado de un pueblo legendario como este mirando su presente.
Apenas si se escucha el ruido de las olas chocando contra el casco, y pienso que el tiempo trascurrido es el silencio que ahoga el alboroto del instante.
 
A mi izquierda, a lo lejos se oyen voces que me sacan de mis cavilaciones. Agudizo la vista para ver saltar entre las sombras, que a esta hora ya se ciernen sobre el Nilo, a un grupo alborozado de bañistas. Son muchachos desnudos que saltan desde un rústico muelle, se zambullen en el agua. Mientras sus cuerpos brillan con los últimos rayos, su alegría deslumbra.
El barco les alcanza, pero ellos ignoran su presencia. Parece como si una frontera invisible separase dos  mundos paralelos. Ellos se encuentran en otra dimensión que ante mí emerge del abismo del sueño. Poco a poco se  escapan cuando dobla la curva. Se quedan en su mundo del baño de la tarde, y sus voces se apagan con un cálido aliento como se acaba el vino.
 
Pero sigo flotando en la ebriedad del tiempo. Un presente cubierto con ropas de pasado se muestra ante mis ojos.
 Lavando de rodillas tres mujeres se afanan en la orilla del río. Golpean y retuercen contra tres piedras blancas la ropa que se apila. El agua está lechosa cuando aclaran las telas. Son mapas desplegados de sus vidas que tienden al oreo entre los juncos. Colorido mosaico de telas ya gastadas y sudor.

Las piedras son las mismas que usaron sus ancestros, y en sus vetas impresas hay historias de manos y rodillas, de frentes y de sueños murmurados con el ruido del agua  noche a noche, a golpe de nostalgia y de rutina…
 
 
 
 
 
 
 
 

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